Para todo cellista, el concierto de Antonín Dvorák op. 104 en si menor, es una cumbre a conquistar. Un hito en el manejo de la técnica del instrumento y del lenguaje orquestal, en el que Dvorák pone el ejemplo de cómo realizar un concierto, tan pocas veces bien logrado hasta la época.
El diálogo entre el instrumento y la orquesta es de una dificultad evidente, de un virtuosismo sin precedentes, pero también de una belleza excepcional. Pasajes líricos, tormentosos, melancólicos, pasionales, de tristeza profunda, agitados, nostálgicos, son parte del intercambio entre solista y orquesta.
Mismos temas que le escuchamos al compositor abordar con anterioridad en uno de sus lieder, el op. 82, no. 1: Lass’ Mich Allein, sobre todo en el segundo movimiento del concierto. Dvorák nos deja como legado un concierto emotivo, de gran carácter que nos revela la nostalgia que sentía por su patria. Olvidando toda influencia del nuevo mundo, que deja en clara evidencia en su sinfonía número nueve, Dvorák se deja empapar por la nostalgia que siente por su hogar y por la calidez que este le otorga.
Amén de amores pasados, de juventud, de ambrosías escanciadas por Eros, que ahora son meros recuerdos y que fueron inspiración para la elaboración de este concierto. Me refiero a Josefina, su amor de juventud y ahora cuñada gravemente enferma.
La inserción del tema del lied es obvio, y más claro con la nota dejada por el autor al final del último movimiento. Al regreso a Europa, el compositor se enteraría de la muerte de su cuñada. Elementos que nos permiten entender la fuerza musical que sustenta el concierto. Es una obra obligada para todo solista orquesta que ojalá escuchemos alguna vez en vivo.
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