En los medios informativos, las noticias más recientes mencionan que una barra de oro encontrada a cinco metros bajo tierra hace ya casi cuarenta años, durante los trabajos de construcción en el centro histórico de la Ciudad de México, efectivamente era parte del tesoro de Moctezuma robado por los españoles durante la conquista de Tenochtitlán.
Inicialmente pensé que se trataba de un lingote de oro, porque comúnmente se asocia la presentación del oro en lingotes, sin embargo el lingote es más grande y tiene la característica forma de una pirámide truncada, es decir no termina en pico; lo que en lo particular, no acontece con el hallazgo en mención, por lo que denominarlo tejo de oro es más adecuado, ya que pesa aproximadamente dos kilogramos, mide 26.2 por 5.4 por 1.4 centímetros de largo, ancho y grosor respectivamente, parece una barra netamente rectangular con bordes suavizados.
Cuentan las leyendas que Hernán Cortés ordenó que el oro saqueado del tesoro azteca se fundiera en barras para mandarlo a España, lo que tiene sentido, pues fundir los metales en barras es lo que habitualmente se hace para su transportación, ya que de esta manera es sencillo acomodarlas en espacio reducidos y no se pierde material en el traslado.
Las pruebas químicas realizadas al tejo de oro arrojaron que dicho metal fue fundido entre 1519 y 1520, años que coinciden con el momento en que Cortés giró la orden de remitir a España el tesoro ya convertido en barras; por otro lado, como la Ciudad de México fue construida sobre los restos de la capital azteca, el hallazgo del tejo se emplaza en donde antiguamente fluía un canal que utilizaron los españoles para fugarse con el oro, por lo que la posibilidad de que el tejo en cuestión cayera en el trayecto de su huida es muy grande, sin embargo es sólo una inferencia; me gustaría que las pruebas e indicios fueran mayores de tal forma que fuese una genuina probabilidad.
En lo personal siempre me ha interesado nuestro pasado ancestral, porque el mayor porcentaje del mismo fue borrado de la faz del planeta por los españoles, únicamente quedan vestigios de lo que una vez fueron nuestras raíces originarias, todo por el miedo o el terror que despertaron en ellos muchas de las usanzas o costumbres mesoamericanas, además de las estrategias militares implementadas para la dominación de los pueblos indígenas de Latinoamérica.
Existen tradiciones que no representaron un peligro para los colonizadores y esas sí pudieron sobrevivir hasta nuestros tiempos, un caso de ello es el mole, platillo nacional que hace gala del arte culinario más exquisito a nivel mundial, debido a la complejidad de su elaboración y a la multiplicidad de sus ingredientes.
Su origen como era de esperarse, está rodeado de misticismo y de diversas versiones, una que me pareció menos creíble señala que, en un convento poblano se le ofreció un banquete a Juan de Palafox, virrey de la Nueva España y arzobispo de Puebla, y que los cocineros se esmeraron como nunca, Fray Pascual, que era el cocinero principal corría de un lado para otro dando órdenes al estilo Hell’s Kitchen, nervioso empezó a acomodar el desorden imperante en la cocina, primeramente comenzó a recoger en una charola los ingredientes que se guardaban en la alacena, como chiles, trozos de chocolate y las más variadas especias; tan aprisa andaba, que fue a tropezar justo frente a la cazuela donde se estaban cocinando los guajolotes ya listos para salir; por lo que angustiado empezó a rezar y eso mismo fue lo que se le sirvió al virrey, resultando todo un éxito.
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