Estoy convencido de que el desafío más importante de los mexicanos en estos próximos años, es completar la tarea que iniciamos desde las últimas décadas del siglo pasado para erradicar el autoritarismo en todos los ámbitos de nuestra vida y fortalecer un régimen democrático como base para reactivar la economía, desterrar la pobreza, reducir la desigualdad y garantizar la vigencia de las libertades. Nadie debería sentirse excluido de esta
responsabilidad.
La participación ciudadana en la jornada electoral del pasado 6 de junio, superior al 50% del padrón electoral, indica claramente que, a pesar de la intensa polarización política y de las embestidas en contra del Instituto Nacional Electoral (INE) fomentadas desde el Gobierno federal, los mexicanos sostenemos firme la convicción de que la democracia es la única forma de Gobierno que involucra la intervención igualitaria, paritaria e incluyente de la ciudadanía. El saldo del proceso electoral legitimó sobradamente la existencia del INE como un organismo público e independiente en sus decisiones y funcionamiento, y ratificó la gran confianza que los mexicanos tenemos en esta Institución.
Los resultados de la elección, calificada con razón como histórica por los casi 20 mil 500 cargos que estuvieron en juego en las urnas, y por las difíciles condiciones que impuso la pandemia de Covid-19, muestran también el desacuerdo de una parte muy significativa de la población con el rumbo del país que se ha propuesto seguir el Gobierno federal y por los precarios -e indeseables- logros de su gestión. Así como en el 2018 se dio una votación muy alta en contra de la corrupción y la impunidad, ahora se expresó una gran inconformidad con la ineptitud, la irresponsabilidad y la mentira como formas de ejercer el poder público y, por supuesto, se reafirmó el voto en contra de la corrupción y la impunidad que prevalecen en el actual Gobierno.
Otro efecto de este proceso electoral fue mostrar con una gran crudeza la descomposición política en que se desenvuelve la vida interna de todos los partidos políticos, cuya expresión más evidente es su falta de capacidad para presentar un proyecto alternativo de país, una oferta política que responda a las nuevas realidades que vivimos, a las demandas y aspiraciones -sí, aspiraciones- de la gente y a las condiciones tan especiales que ha generado la crisis sanitaria. Del oportunismo y de la banalización del quehacer político en que se incurrió por los protagonistas mejor ni hablamos; no disponemos de tanto espacio.
Por todo lo anterior, no es exagerado pensar que vivimos una coyuntura que puede ser, con mayor alcance y profundidad que la elección presidencial de 2018, un verdadero parteaguas en el proceso de transición a la democracia en que hemos estado empeñados. Se trata de avanzar, y ello implica necesariamente enmendar el rumbo. Es hora de que en los partidos y en las organizaciones políticas reflexionemos sobre el sentido de su existencia y de su quehacer, de formular una estrategia más amplia, capaz de recuperar el mensaje que la ciudadanía expresó en las urnas y de iniciar la marcha por nuevos caminos, tal vez desconocidos, pero que nos lleven al reencuentro y a la unidad con quienes podemos sostener un proyecto común del futuro que queremos para México.
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