Entre aranceles, tensiones comerciales y precios que suben sin explicación, la incertidumbre se ha vuelto una forma silenciosa de desgaste para trabajadores, empresarios y familias enteras.
¡Ay, cómo es cruel la incertidumbre! Faltan unos días para el 1 de noviembre y nadie sabe si los aranceles a los camiones pesados serán de 25 o de 15 por ciento. En las líneas de producción y las oficinas se respira esa espera amarga, entre la esperanza y el miedo.
Porque detrás de cada porcentaje hay personas: el obrero, que no sabe si habrá turno completo; el padre, que teme que suba el precio del medicamento que necesita su hijo; la mujer, que pospone una compra porque no sabe si mañana su empleo seguirá.
En el norte de México, donde el acero y los motores marcan el pulso de la economía, la incertidumbre se siente con mas fuerza. Estados Unidos endurece su política comercial y cada nuevo anuncio de la Casa Blanca repercute directamente en Coahuila, Nuevo León o Chihuahua. Las plantas armadoras y de autopartes -como General Motors, Stellantis o Daimler Truck- viven pendientes de una decisión que no se toma en México, pero que puede cambiar el rumbo de miles de empleos.
La guerra comercial declarada por Washington a Pekín no sólo altera las cifras del comercio global: su onda expansiva llega hasta las plantas del norte del país, donde cada camión, cada motor, depende de piezas que cruzan varias fronteras antes de ensamblarse. En un entorno así, basta un cambio arancelario para alterar toda una cadena productiva: retrasos, cancelaciones, costos adicionales y, sobre todo, miedo.
Los expertos del sector automotor anticipan que si los aranceles se mantienen en 25%, se perdería competitividad frente a Estados Unidos y Canadá, encareciendo cada unidad hasta en 10 por ciento. En cambio, una reducción a 15% aliviaría la presión temporalmente, pero no resolvería el fondo del problema: la inestabilidad comercial que ahuyenta nuevas inversiones.
Y la tensión no se limita al acero ni a los motores. También se libra en los laboratorios, donde el costo de las llamadas “tierras raras” -minerales esenciales para la fabricación de componentes electrónicos y farmacéuticos- se ha disparado más de 50% en pocos meses. Su precio ya supera los mil 500 dólares por tonelada, y ese incremento se refleja en algo tan cotidiano como una caja de medicamentos para la hipertensión, diabetes o artritis.
La incertidumbre también vive en el botiquín. Quienes padecen enfermedades crónicas saben que cualquier movimiento en los mercados puede convertirse en una amenaza silenciosa para su salud. Si el costo de las sales o compuestos activos, sube, los precios de los medicamentos suben también. Y con ello el gasto familiar se vuelve otra víctima de la guerra comercial entre las potencias.
La economía no sólo se mide en pesos o dólares, sino en horas de sueño, en ansiedad, en decisiones postergadas. La incertidumbre no destruye de golpe, desgasta. Hace que la gente viva en modo “espera”, sin atreverse a invertir, a cambiar, a soñar. Es una especie de “paro invisible” que afecta tanto al obrero como al empresario.
El trabajador teme al despido, el empresario teme al riesgo, el consumidor teme al futuro. Y así, el miedo se convierte en la política económica no escrita de todo un país. La prudencia se vuelve norma, y la esperanza, un lujo que cuesta sostener.
Quizá la verdadera guerra no sea entre potencias, sino contra la incertidumbre que nos paraliza. Porque en los mercados puede haber ganadores y perdedores, pero en la vida cotidiana, todos pagamos el mismo precio: la angustia de no saber qué pasará mañana.
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