Las fiestas navideñas suelen ser el momento por excelencia para compartir tiempo de calidad con nuestros seres queridos.
En Italia, un dicho muy conocido sintetiza muy bien esta idea: “Natale con i tuoi, Pasqua con chi vuoi” (Navidad con los tuyos, Pascua con quien quieras).
A pesar de que el imaginario colectivo esté lleno de mesas largas, risas compartidas, abrazos y tradiciones que se repiten casi intactas con el paso de los años, sabemos que no existen familias perfectas.
Tradicionalmente, los lazos de sangre definen la existencia de una familia. Familia son las personas que nos dieron la vida, nuestros progenitores, y los parientes cercanos y lejanos con quienes compartimos no sólo un origen común, sino una red de lealtades transgeneracionales que se remontan mucho más atrás de nuestra propia historia personal.
Se dice que no elegimos estos vínculos (aunque diversas filosofías espirituales sugieren que nuestras conexiones familiares no son casualidad, sino parte de un plan más grande).
Sin embargo, estos lazos nos moldean a través de un entramado aparentemente invisible que transmite valores, silencios, roles y expectativas que solemos repetir de forma automática y probablemente inconsciente.
Las dinámicas familiares funcionan a menudo como una obra teatral. Cada persona integrante ocupa un lugar y asume un papel, repite acciones y reacciones.
Estos automatismos suelen atenuarse en la vida cotidiana, gracias a la distancia (geografía y emocional) que genera el día a día de cada quien.
Sin embargo, la Navidad reactiva estos patrones. Volver a sentarse a la mesa familiar y reencontrarse con ciertas personas en espacios determinados puede devolvernos a versiones anteriores de nosotros y nosotras mismas.
Es por esto que, más allá del tono festivo, la Navidad es también un tiempo de alta intensidad emocional.
En ella reviven las ausencias, los duelos no superados y las tensiones que, a lo largo del año, de alguna manera logramos administrar (o ignorar).
Para quienes vivimos lejos del lugar donde nacimos, regresar al espacio familiar puede ser muy revelador.
No sólo nos desplazamos físicamente, sino que entramos en un espacio simbólico cargado de historia.
Este retorno nos obliga a enfrentar un viaje profundo hacia los roles que solíamos ocupar y las expectativas que otras personas proyectaron sobre nosotras y nosotros, así como a dinámicas que creíamos superadas.
Las fiestas nos invitan a observar estos movimientos con la consciencia de que, pese a la incomodidad que se genera, el resultado es algo profundamente valioso.
No se trata de juzgar a nuestras familias o ser desleales a nuestro pasado, sino de mirarlo con honestidad para decidir qué queremos seguir sosteniendo y de qué preferimos alejarnos.
Alejarse no significa irse físicamente: significa, más bien, decidir no entrar o engancharse en ciertas discusiones, no asumir responsabilidades que no nos corresponden, ni cargar con culpas heredadas.
A veces, es necesario marcar distancias más claras, poner límites sanos y redefinir nuestras relaciones sin el peso de la culpa constante.
Tenemos el derecho de no repetir lo heredado si reconocemos que no nos hace bien. Tenemos el derecho de elegir de manera distinta y de empezar a escribir una historia familiar diferente, desde una consciencia distinta pero especialmente desde el amor hacia lo que somos hoy.
Es fundamental regresar a nuestra historia, pero sin “volver atrás” y sin traicionar nuestra esencia en nombre de una tradición que puede (y debe) cambiar.
Al final, el verdadero sentido de la familia debería ser ese: un espacio donde cada persona pueda encontrarse a sí misma de la forma más autentica.
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