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Coahuila

Normalidad democrática

Por Gerardo Hernández

Hace 2 años

Las mayorías legislativas sirven para impulsar el proyecto político, económico y social del Presidente (o Gobernador) de turno, no el de las oposiciones. La coalición Morena-PT-Verde utilizó la suya para aprobar el presupuesto 2022 de Andrés Manuel López Obrador. En los tiempos de la “dictadura perfecta”, el PRI dominó el Congreso. Los demás partidos eran convidados de piedra. Vicente Fox, Felipe Calderón y Peña Nieto encabezaron gobiernos divididos. Sin mayoría absoluta en las cámaras, cedieron ante la presión de los gobernadores, los cuales, a partir de la alternancia, devinieron en jefes reales de los diputados y senadores. Esa condición les permitió obtener no solo bolsas crecientes de la Secretaría de Hacienda, sino también impunidad y libertad para nombrar sucesor. Eran intocables.

El repudio a la Presidencial imperial y al partido hegemónico pasó de las calles al Congreso con la reforma política de 1977, implementada por el secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, primer paso hacia la transición democrática. La reforma legalizó al Partido Comunista Mexicano (PCM), casi cuatro décadas después de haber sido proscrito, y concedió el registro a otras formaciones. En las elecciones de 1976 el candidato del PRI, José López Portillo, había captado el 100% de los votos, pues no tuvo competencia. El monopolio del poder, el encarcelamiento de líderes de izquierda (Demetrio Vallejo, Valentín Campa…) y la violencia contra movimientos urbanos y rurales (médicos, enfermeras, ferrocarrileros, electricistas, mineros y estudiantes) fracturaron el muro del autoritarismo. Tras la interpelación del diputado lagunero Edmundo Gurza Villarreal (PAN) a López Portillo, en la lectura de su quinto informe, el Congreso desmitificó al Presidente.

Liberadas las fuerzas políticas, la Cámara de Diputados se convirtió en un pandemonio. La renuncia de los líderes de la corriente de izquierda del PRI (Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez y Andrés Manuel López Obrador) dividió a la principal fuerza política del país y la desplazó hacia la derecha. Carlos Salinas, cuyo triunfo impugnó el Frente Democrático Nacional por fraudulento, implantó el neoliberalismo y el capitalismo de compadres, apoyado por el PAN y los poderes fácticos. Salinas lo controlaba todo: el Congreso, la Corte, a los gobernadores, a las cúpulas empresariales y a los medios de comunicación, pero sus reformas profundizaron el resentimiento social.

El conflicto poselectoral de 2006 puso al país al borde de una crisis institucional. Las oposiciones, lideradas por el PRD, cerraron el Congreso para impedir a Felipe Calderón rendir protesta. Para ellos, el presidente legítimo era López Obrador. El riesgo lo conjuró el entonces líder legislativo Jorge Zermeño. Calderón ingresó por un acceso secundario y su investidura duró apenas unos minutos. Los mandatarios dejaron de rendir sus informes en la apertura de sesiones del Congreso, pero las tomas de tribuna y los zafarranchos se convirtieron en el pan de cada día sin importar el origen partidista del Jefe de Estado y de Gobierno.

No hay nada nuevo bajo el sol. El acaloramiento y el caos en los congresos son consustanciales a la democracia; si en el parlamento de Grecia, su cuna, los diputados han llegado incluso a los puñetazos, no debe extrañar que lo mismo ocurra en países donde aún es balbuciente como el nuestro. En Estados Unidos, cuyo sistema democrático es uno de los más sólidos, una turba azuzada por Donald Trump irrumpió en el Capitolio para impedir que Joe Biden fuera declarado Presidente, con el argumento del fraude electoral. El “orden” político acabó en México antes de la “dictadura perfecta”. Guste o no, esa es la normalidad democrática.

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