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Obrigada, Amália

Por Guadalupe Loaeza

Hace 2 meses

Antes de irme de Lisboa quise irme a despedir de Amália Rodrigues, la voz de millones de portugueses, en donde vivió al lado de su marido ¡¡¡47 años!!! La casa de dos pisos, en la calle de San Benito, número 193, es preciosa. Muchos de sus muros están cubiertos por los tradicionales azulejos blanco y azul del mar. “La reina del fado”, que quiere decir destino, tenía un gusto muy refinado, característico de los portugueses.

Amália medía 1.57 y para verse más alta mandaba hacer sus zapatos con un tacón de 20 cm. Como tenía un alto sentido de la moda, diseñaba sus propios vestidos, elegía sus telas (en particular seda) y en su casa tenía un cuarto de costura con dos máquinas a donde llegaba a coser su costurera particular dos veces por semana.

Amália amaba a México y le tenía gran admiración a Mario Moreno Cantinflas. En su único viaje a Portugal, en septiembre de 1961, cada día valió por dos. Incansable, desde su llegada triunfal hasta su salida, participó en actos públicos, dio innumerables entrevistas, recibió docenas de cartas y de regalos, prodigó atenciones, sonrisas, autógrafos, y en un momento dado, ante incesantes preguntas de periodistas, fingió aventarse por una ventana, motivo de muchas risas y más fotografías.

Amália Rodrigues encarnaba a Portugal en el mundo, como Cantinflas a México. Ambos artistas, de talento innegable en sus respectivas artes, conquistaron por el orbe la condición de estrellas. Un rasgo más, y no menor, los unía: ambos reconocían con orgullo sus orígenes populares. Recuerda Amália en una entrevista que cuando fue a México por primera vez, a inicios de 1953, tenía la ilusión de conocer al cómico pero no se atrevió a buscarlo. Fue él, al año siguiente, quien en el famoso Salón Tropicana le envió al camerino al final de un espectáculo un gran arreglo de flores con su tarjeta. Así inició una gran amistad que perduró hasta la muerte de Cantinflas, en 1993. Quizás se vieron una última vez en 1991, año de la última actuación de Amália en México, en la primera Cumbre Iberoamericana de Guadalajara.

Hay que decir que el productor Filipe La Féria contó en una ocasión que Cantinflas “era bien aventado” y que un día quiso seducirla y llevarla a la cama, pero que ella no se dejó, y él que se creía el rey de todo el mundo. Fue la noche en que Mario Moreno acudió a una cena en casa de Amália, a reventar de invitados y de algunos fotógrafos, gracias a quienes quedan recuerdos precisos de esa velada extraordinaria. De la mesa, guarnecida de los mejores mariscos locales, pasaron a la sala donde se formó una tertulia plena de música, anécdotas graciosas y mucha alegría, que se prolongó hasta las seis de la mañana. De casa de Amália, el actor mexicano partió directamente al aeropuerto para volver a su país.

Amália sedujo al público mexicano. Aprendió, en sus primeros viajes a México, algunas canciones rancheras, como Fallaste corazón, Por un amor, Grítenme, piedras del campo, Gorrioncillo pecho amarillo. Con su luminoso timbre de voz y el acompañamiento metálico de la guitarra portuguesa, les daba una nueva vida a esas canciones, que dejaban de ser enteramente mexicanas. Llegó a quejarse de la insistencia con la que, en México, le pedían canción ranchera, cuando ella quería interpretar fados muy portugueses.

La información de estas historias la obtuve del excelente libro Un mar compartido. Diálogo entre México y Portugal.

La morada lisboeta de Amália -hoy sede de la fundación que lleva su nombre- quedó tal como la ocupaba la cantante al morir y está abierta al público. Increíblemente, todavía resuenan hoy por la casa las palabras y los silbidos del último loro gris africano, llamado “Chico”, de 30 años, que Amália amaestró, ya que estas aves pueden vivir hasta 90 años. Sigue donde siempre ha estado, en la cocina, y sigue llamando a gritos a su antigua dueña en todo momento: “¡Amália! ¡Amália!”.

México está presente en la casa, pero de manera más discreta de lo que me imaginé cuando la visité. Por ejemplo, se expone una fotografía en la planta baja, donde ella aparece rodeada del Trío Calaveras. Las rancheras de Amália ya no se consiguen por ningún lado.

Al salir de su casa tuve la impresión de haber convivido con ella y de haberle escuchado recitar uno de sus poemas que dice: “Qué extraña forma de vida tiene mi corazón, vive de vida perdida, quién le daría ese don, qué extraña forma de vida”.

 

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