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Coahuila

Saltillo 444: una radiografía

Por Luis Carlos Plata

Hace 2 años

Hace años, décadas ya, que Saltillo dejó de ser la villa del pan de pulque y los tamales (aunque ambos, en estricto sentido, le pertenecen desde tiempos inmemoriales a Ramos Arizpe, su vecino inmediato). Han prescrito también los paseos dominicales por la Alameda y acaso la mayor desgracia en el valle de las montañas azules: su clima benigno, propicio para las artes y el pensamiento creativo, o por lo menos la reflexión y el ensimismamiento, fue reemplazado por una masa de calor que domina la plancha urbana, deforestada y sustituida por kilómetros de asfalto en donde alguna vez hubo naturaleza.

Ni perones ni membrillos. En los tiempos que se viven la vorágine de automóviles que circulan a diario por miles en sus vialidades genera un efecto olla de presión que crispa, enerva. El saltillense siempre tiene prisa por llegar a ninguna parte. O ninguna que justifique la prisa, en su defecto. Sin transporte público efectivo, o sin transporte público a secas, y a veces ni lo mínimo indispensable para moverse como personas en grandes extensiones de terreno: banquetas, un onceavo mandamiento bíblico rige la vida en la ciudad: no caminarás.

Sí, Saltillo está en el norte de la República, pero no cumple a cabalidad con el estereotipo norteño de otras latitudes. La cultura de la carne asada es propia de Nuevo León, no nuestra. El estilo vaquero le pertenece a otras localidades de Coahuila como Sabinas o Monclova, no a nosotros. El pandillero encaja mejor en municipios como Ciudad Juárez o Reynosa que en Teresitas o Mirasierra.

Tampoco es el Saltillo de Vinos y Dinos. No somos un paraíso de viñedos enclavado en un territorio idílico con fósiles de dinosaurios. Por el contrario, la sequía y los incendios forestales como consecuencia se han vuelto un fenómeno cíclico que llegó para quedarse. Irreversible.
¿Cuáles son, entonces, nuestras huellas de identidad?

Madres a los 14 o 15 años como situación de normalidad, muchachos atrapados en el círculo vicioso del crack, conflictos viales o por lugares de estacionamiento, música a todo volumen o escándalos de vecinos ruidosos los fines de semana; unos molestando a otros y viceversa. Menos frenos morales que antaño y mayor pasivo-agresividad que nunca. Nulo respeto por la comunidad y empatía por terceros, en resumen.

Salud mental deteriorada en cada cuadra, en cada acera y en cada banqueta de la urbe industrial. Una ciudad en donde los más jóvenes quieren huir; que los saquen de aquí como pregón al aire. Se trata, justo es decirlo, de un colectivo de privilegiados con educación privada y acceso a internet a través de un iPhone, así que pueden manifestar sus inquietudes libremente sin más ataduras que sus propios prejuicios y limitaciones intelectuales de su generación, la “Z”, en las redes sociales. Especialmente Twitter, su espacio de catarsis.

Otros, más agobiados, o verdaderamente agobiados, se podría decir, han desarrollado en el último año, en medio de la pandemia, la costumbre de aventarse al vacío desde las alturas con proclividad a los puentes peatonales o vehiculares, o caminar sus últimos pasos junto a las vías del tren. Nuevas formas de intentar el suicidio, fenómeno sin freno y ya distintivo de la sociedad.

Cortita y al pie
Un Saltillo del bulevar Nazario Ortiz Garza hacia el norte, y otro en el resto de los puntos cardinales. Unos marginados con conocimiento de causa, y otros marginados por las circunstancias socioeconómicas. El caso es que los muros mentales distancian más que la cartografía simplificada en un pa’rriba o pa’bajo. Una sociedad de ofendidos y resentidos, con razón histórica o sin ella. Donde perduran atavismos y se rechaza la progresía en cualquiera de sus manifestaciones. De ultramontanos y de recelo, no generosidad ni solidaridad. De falsos triunfalismos y una idea de sí mismos que no corresponde con la realidad. De disonancias cognitivas. Del sarape como lugar común más que símbolo de identidad.

De “nenis” vendiendo mercancías los viernes por la tarde en el corazón del municipio: la Plaza de Armas, de barullos constantes en las colonias gracias al estruendo incesante de perifoneos que peinan sus calles en busca de clientes potenciales, locales en renta, construcciones inacabadas, plazas comerciales y nuevos proyectos que no fraguan ni resisten en pie más allá de tres meses, mercados ambulantes, vendimias improvisadas, antiguas construcciones a punto de caer en el Centro Histórico, algunas por causas naturales y otras de manera artificial, pero ambas con un denominador común: el desinterés, la apatía y la desidia, tan naturales de los descendientes tlaxcaltecas hasta nuestros días.

La última y nos vamos
“Qué orgullo ser de aquí”, dice la publicidad oficial del 444 aniversario en un intento de autoconvencimiento colectivo, pues siempre será más fácil apelar al sentido de pertenencia que cambiar la dinámica social. Lo segundo implica un primer paso: llamar las cosas por su nombre y reconocer el problema. Visibilizar lo que somos, aunque no guste lo que refleja el espejo.
Simple: dejar de simular, acaso nuestro verbo favorito.

 

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