Los vocablos que utilizan o acuñan las distintas áreas del saber tienen significados diversos, que van desde lo técnico hasta lo simbólico. La lucha libre, como disciplina deportiva y espectáculo popular, también posee su propio lenguaje. En 1962, la lingüística introdujo al inglés el término performativo, concepto que más tarde fue retomado por las ciencias sociales y las artes escénicas. En el pancracio mexicano, lo performativo se manifiesta en los rituales del luchador sobre el ring: palabras, gestos y movimientos corporales cargados de sentido. Este concepto, sin duda, se suma a otros necesarios para comprender a fondo el arte de las llaves y las patadas voladoras.
La antropóloga Heather Levi utiliza el término performativo -de manera explícita o implícita- en su libro The World of Lucha Libre: Secrets, Revelations, and Mexican National Identity, publicado en 2008, fruto de su trabajo de campo en México. Siguiendo la línea de pensamiento que plasma la Dra. Levi en su texto, puede hacerse una interpretación de la lucha libre en México desde tres dimensiones: deportiva, antropológica y social.
El Santo: luchador de las causas justas
Campeón de campeones, El Santo fue producto de un México gobernado por un régimen autoritario, sostenido por un partido hegemónico que mantenía la paz social mediante un férreo control de la disidencia política, acompañado de un alto grado de corrupción en la administración pública. La desigualdad en los ingresos de las familias mexicanas era profunda: unos pocos concentraban grandes riquezas, mientras muchos subsistían con ingresos marginales, a pesar del crecimiento sostenido de la economía -superior al 4 % del PIB anual- impulsado por un modelo de industrialización por sustitución de importaciones, de carácter mixto y con fuerte intervención del Estado en sectores estratégicos como la energía y las comunicaciones.
Aunque el personaje interpretado por Rodolfo Guzmán Huerta (1917-1984) evitaba toda afiliación política explícita, el Santo fue para las clases populares un héroe no sólo sobre el ring, sino también en las luchas simbólicas contra el mal, representadas en historietas y películas. Estas narrativas encarnaban valores opuestos a la realidad del país y ofrecían consuelo y esperanza a las clases marginadas. En el imaginario colectivo, el Santo fue un justiciero social, amigo y aliado de las causas justas.
El Enmascarado de Plata nunca permitió que sus contrincantes le quitaran la máscara sobre el ring. Esta -según Heather Levi- le confería una identidad y un poder simbólico, casi sagrado. Es probable que, entre 1940 y 1970, el Santo haya sido uno de los símbolos más populares del país, al lado de íconos como Pedro Infante, Lucha Reyes y otros representantes de la cultura nacional-popular.
Técnicos vs Rudos
La división entre luchadores técnicos y rudos surgió hace décadas en México y convirtió al ring en un verdadero espectáculo teatral. Un luchador técnico es aquel que respeta las reglas de la competencia y mantiene una conducta ética frente a sus rivales. Su objetivo es vencer sin causar daño deliberado, dominando una amplia gama de recursos ofensivos y defensivos que ha perfeccionado en el gimnasio. En contraste, los rudos se caracterizan por un estilo de combate agresivo, basado en la fuerza bruta y el castigo físico. Privilegian el golpeo sobre la técnica depurada y recurren a las esquinas o cuerdas del cuadrilátero para embestir a sus oponentes sin miramientos.
El simbolismo del ring
Para el asalariado mexicano aficionado a las funciones de lucha libre, lo que presencia desde el ring trasciende el plano puramente deportivo y se proyecta, muchas veces de forma inconsciente, hacia el terreno simbólico y cultural. En particular, hacia su cotidianidad. La lucha deja de ser un enfrentamiento entre atletas: se convierte en una representación idealizada del combate entre las fuerzas del bien y del mal. En esta lectura moral, el espectador asocia al rudo con el agente de tránsito corrupto, el policía de proximidad que extorsiona, o el funcionario que, desde el poder, se sirve a sí mismo, alimentando ambiciones personales a costa del erario. Así, el cuadrilátero se transforma en un espacio donde se escenifican los conflictos que atraviesan la vida diaria del ciudadano común.
Lo inescrutable y polarizado de la cultura mexicana vuelve a manifestarse, esta vez en el terreno deportivo-simbólico: los que transgreden las leyes y el orden -los rudos-, a pesar de ser abucheados, también despiertan una forma de admiración ambigua. Son vistos como antihéroes, figuras que desafían al sistema desde dentro y que encarnan una rebeldía que muchos no pueden ejercer.
Superbarrio Gómez
Después del devastador sismo de septiembre de 1985, que afectó severamente a distintas regiones del país -especialmente a la Ciudad de México-, y ante el retardo y la precariedad de las respuestas gubernamentales, surgió una figura insólita: Superbarrio Gómez. Creado por los colonos de barrios populares, Superbarrio nunca subió a un ring profesional, pero portaba máscara y capa como los luchadores clásicos. Su misión no era combatir físicamente, sino representar las demandas del pueblo ante el abandono institucional. En él, miles de familias damnificadas proyectaron consuelo y esperanza.
Más que un personaje, Superbarrio fue una respuesta simbólica y política del pueblo trabajador, que, ante la omisión de los partidos y autoridades, se organizó para luchar por su propio destino, encabezando marchas, mítines y movilizaciones urbanas. Así, el pueblo volvió a darle forma a su propio héroe: ya no sólo como símbolo de combate dentro del ring, sino como luchador social y portavoz de la justicia popular.
Más sobre esta sección Más en Nacional