El régimen mantuvo el Gobierno federal y, de nueve gobiernos estatales que se votaron el 2 de junio, siete entidades decidieron revalidar la fuerza política que se había establecido en su territorio desde 2018.
Sólo uno cambió de emblema, Yucatán, y lo hizo contra todo pronóstico, de antinatural manera: al estilo de los gobernadores que negocian embajadas; a contracorriente de la preferencia mayoritaria que se había manifestado durante la campaña.
Jalisco mantuvo a Movimiento Ciudadano y Guanajuato al PAN. El resto (Tabasco, Chiapas, Morelos, Veracruz y Ciudad de México) a Morena, tal como sucedió en 2018, cuando lo habían votado directamente o indirectamente vía sus aliados.
Escenario excepcional es Puebla, pues el fallecimiento de dos gobernadores, en 2018 y 2022, configuró una situación atípica que fue aprovechada por el oficialismo para imponerse pese a que no había ganado ahí en 2018.
Qué pasó entonces. ¿Se llegó a la conclusión, mediante un proceso de reflexión profunda, sistémica y a conciencia, de que había que migrar de una democracia a una eventual autocracia, entregando todo el poder a una sola persona con el voto informado en el ámbito nacional, y mantener a los grupos de presión en el plano local?
No. Pero el escritor Sergio González Rodríguez, en su libro, Campo de Guerra (Anagrama, 2014) delinea el diagnóstico internalizado que tienen las personas acerca de nuestro país: “en México se vive bajo una idea formalista de las instituciones, cuya disfuncionalidad pone en evidencia la dinámica de simulación que rige la vida pública y en la que participa la integridad del Estado (…) En medio persiste una sociedad cada vez más indefensa ante las complicidades del poder político y económico, por comisión o por omisión, con el crimen organizado”.
Para el autor la figura del Estado mexicano corresponde a un “an Estado”, por la ausencia de un estado constitucional de derecho. “Simula legalidad y legitimidad, al mismo tiempo que construye un ‘an Estado’: la privación y la negación de sí mismo”.
Por su parte, en el libro, Votos, Drogas y Violencia; la Lógica Política de las Guerras Criminales en México (Debate, 2022) sus autores, los académicos Guillermo Trejo y Sandra Ley, plantean una tesis muy sencilla: cuando el país transitó de un Gobierno de partido único hacia un régimen de competencia multipartidista, y los partidos de oposición lograron victorias sin precedentes en municipios y estados durante los años 90, y ganaron más tarde la presidencia en 2000, los cárteles iniciaron cruentas disputas por las lucrativas rutas de trasiego de droga.
Y parte de un hecho: el primer conflicto bélico se desató en Tijuana, donde, en la elección histórica de 1989, el PRI había perdido el control de un estado, Baja California, por primera vez en el siglo 20.
El estudio presenta una hipótesis interesante, sin que se trate de una explicación monocausal: la consolidación de elecciones multipartidistas como único mecanismo para elegir y deponer gobernantes y para asignar el poder pacíficamente no trajo estabilidad a México, sino que contribuyó a un aumento drástico en la violencia criminal.
Toma como base un supuesto: el crimen organizado no puede existir ni operar mercados ilícitos con éxito si no cuenta con algún grado de protección estatal informal.
Así cualquier cambio importante en la esfera del poder que perturbe la interacción entre el Estado y los grupos del crimen organizado, puede introducir incertidumbre y generar incentivos para la violencia criminal a gran escala, puesto que los regímenes políticos y sus instituciones definen cómo se distribuye el poder estatal.
De tal forma los cárteles y sus socios criminales desarrollaron intereses políticos y establecieron “controles subnacionales de facto” en grandes porciones del territorio mexicano, con lo que trastocaron la democracia.
La política, por consecuencia, forma parte constitutiva del crimen organizado; una “zona gris”, de complicidad y colusión, como han teorizado los estudiosos de la mafia italiana.
La guerra y la paz en ese inframundo dependen, en gran parte, de si los mercados criminales son monopólicos o competitivos.
Cortita y al pie
En ese contexto en México no existe un pueblo exultante ni ánimo social de júbilo luego de la elección presidencial. No hubo celebraciones en las calles, ni caravanas de automóviles vitoreando un triunfo como sí sucedió, por ejemplo, en el 2000 ó 2018. Resignación es la palabra. La que predomina desde la media noche del 2 de junio a la fecha. Lo que Sergio González llama “el aplanamiento del espacio y los territorios”.
Guillermo Trejo y Sandra Ley lo describen: sin desarrollar las bases de un estado de derecho democrático, cuando las estructuras autoritarias empiezan a desmoronarse, la incertidumbre de la protección estatal puede desestabilizar al inframundo del crimen.
Cada ciclo electoral, la redefinición periódica, puede convertirse en una amenaza importante o en una oportunidad para redefinir el poder criminal, y la transición queda confinada a la arena electoral.
La última y nos vamos
Hoy, sin embargo, se vislumbran ambas cuestiones: el regreso a la autocracia, (“a la jaula”, dice Roger Bartra en su libro homónimo) y reformas constitucionales que pretenden modificar, ahora sí, el statu quo. La consecuencia, según la evidencia citada, debería ser una relativa pacificación inicial. A qué costo, es la pregunta fundamental.
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