El miércoles de la semana pasada estuvieron en Monclova el todavía Gobernador de Nuevo León, Samuel García y su esposa, Mariana Rodríguez, en una gira regionalista de proselitismo que, como se ha dicho aquí anteriormente, no tiene otro fin más que distraer y dividir el voto en la elección presidencial de 2024 con su presencia digital y el emblema de Movimiento Ciudadano.
Viajaron en automóvil desde San Pedro Garza García, lugar donde residen, a la Región Centro de Coahuila, y, en el camino, justo al ingresar al otrora municipio acerero, una tercera persona grabó y difundió un video propagandístico de la pareja comentando como si fuesen turistas la nomenclatura urbana de las vialidades por donde circulaban, momento en que se escucha una expresión de la “influencer”, apenas audible, sin contexto ni claridad, que algunos interpretaron como “Saltillo ojete” (en slang, Saltillo OGT). Que la capital del estado es despreciable por mezquina, pues.
Hubo entonces quien quiso dar por sentada la ofensa y acusó recibo de lo dicho, ya que al calor de la contienda electoral se magnifican o minimizan los hechos a conveniencia. Peor aún: se inventan.
En esa arena política se disputan ahora los cargos públicos: en terrenos de la posverdad. Dicho de otra forma: la distorsión deliberada de la realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública.
Así, como tantos otros temas que nacen, se viralizan en las redes sociales y mueren sepultados por un alud informativo, este tuvo días de auge aunque no necesariamente en Saltillo, el hipotético afectado, sino allende las fronteras territoriales, en el mundo virtual.
Pero nadie ha cuestionado el trasfondo de la presunta afirmación (la cual no se justificaría bajo ninguna circunstancia, por supuesto) y ni siquiera se han ocupado por escribir Saltillo en el motor de búsqueda. No era eso lo que les interesaba sino el espectáculo.
El incidente, sin embargo, es una ocasión perfecta para recordar que hace años, décadas ya, El Valle de las Montañas Azules dejó de ser la villa del pan de pulque y los tamales (aunque ambos, en estricto sentido regional, pertenecen desde tiempos inmemoriales a Ramos Arizpe, el vecino inmediato).
Han prescrito también los paseos dominicales que le caracterizaban. El mobiliario urbano paulatinamente se ha vuelto hostil para desincentivar la recreación y el esparcimiento: superficies duras, sin bancas ni árboles, prevalencia de ángulos incómodos o sutiles púas intercaladas que impidan detenerse a descansar o simplemente contemplar lontananza.
Arquitectura ideada para disuadir a las personas de utilizar los espacios públicos, impedir multitudes, evitar el desgaste por el uso.
El saltillense está condenado a circular y jamás detenerse. Siempre tiene prisa por llegar a ninguna parte. O ninguna que justifique la prisa, en su defecto. Ansiedad social a secas.
Del movimiento hacia la inmovilidad absoluta en una ruleta de circularidad. Se desplaza poco y cuando lo hace va muy cerca. Sin transporte público efectivo, o sin transporte público en general, ni lo mínimo indispensable para moverse con dignidad a lo largo de kilométricas extensiones de terreno: banquetas, un undécimo mandamiento bíblico rige la vida en la ciudad: No Caminarás.
En los tiempos que se viven la vorágine de automóviles que circulan a diario por miles en sus vialidades, y representan un gigantesco estacionamiento ambulante, genera un efecto olla de presión que crispa, enerva.
Dos Saltillos. Uno hacia el norte, y otro en el resto de puntos cardinales. Unos apartados con conocimiento de causa, formando una microcivilización que emula, sin éxito, la vida sampetrina, y otros marginados por las circunstancias socioeconómicas. Los muros mentales distancian más que la cartografía simplificada en un p’arriba o p’abajo.
Aquí las huellas de identidad están en otra parte. En las madres a los 14 o 15 años como situación de normalidad, muchachos atrapados en el círculo vicioso del cristal, conflictos viales permanentes, música a todo volumen para no escuchar sus propios pensamientos, o escándalos de vecinos ruidosos en catarsis; unos molestando a otros; una lucha perpetua contra todos. Menos frenos morales que antaño y mayor pasivo-agresividad que nunca. Nulo respeto por la comunidad ni empatía por terceros.
De barullos constantes en las colonias gracias al estruendo incesante de perifoneos que peinan sus calles en busca de potenciales clientes, de locales en renta permanente, construcciones inacabadas y anárquicas como patrón grisáceo de identidad urbana, plazas comerciales y nuevos proyectos que no fraguan ni resisten en pie más allá de tres meses, mercados ambulantes, vendimias improvisadas, antiguas construcciones a punto de caer, todo ello con un denominador común: el desinterés, la apatía y la desidia, tan naturales de los descendientes tlaxcaltecas hasta nuestros días.
Cortita y al pie
Algunos viven para añorar lo que un día fuimos (¿fuimos, en verdad?). Edificios que ya no existen, héroes casi siempre relacionados con la política que dejaron el plano terrenal hace una centuria por lo menos, viejas glorias regionales que se venden como nacionales a falta de relevancia histórica real pues el esplendor –se piensa– debería estar en alguna parte, debajo de varias capas de polvo.
La historia oficial se compone de saltos cuánticos. Puntos negros en la línea temporal que abarcan centenarios, sin que se sepa qué de relevante pasó en ese tiempo. Los últimos resabios de grandeza en Saltillo datan de un siglo atrás. Luego todo es inactividad, resistencia y desgano.
Una sociedad en donde perduran atavismos y se rechaza la progresía en cualquiera de sus manifestaciones. De ultramontanos y recelo, no generosidad ni solidaridad. De falsos triunfalismos y una idea de sí mismos que no corresponde con la realidad. Disonancias cognitivas.
Del sarape como lugar común más que símbolo. Esto es Saltillo aunque siempre será más fácil ofenderse y mirar hacia otra parte.
La última y nos vamos
De Samuel y Mariana, por lo demás, poco hay qué decir. Aquí sí, con toda claridad: los ojetes son ellos.
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