El nivel de espionaje ejercido por Santa Claus debió inspirar muchos capítulos de James Bond. Es meritoria la actividad imaginativa nada más al pensar en que un rico no pasaría por el ojo de una aguja pero este gordito entra por la chimenea sin discusión científica ninguna.
La hermana más pequeña entre las niñas coprotagonistas de “Mi villano favorito” lo dice con bastante naturalidad cuando describen a un ser atractivo, seductor y atemorizante a la vez, entonces ella lo compara con este tradicional personaje navideño.
De acuerdo con la fantástica tradición, Santa todo lo ve, sea que uno ande por la vida o esté durmiendo. Nadie se salva de su mirada inquisidora, y así lo refrendan los padres cuando se ponen a contabilizar las fechorías realizadas por los hijos durante las semanas previas a la Nochebuena.
A fin de cuentas, todos los personajes regalones de la Navidad tienen la misma capacidad para vigilar a los seres humanos, y aun los chiquillos mejor informados sobre las contradicciones científicas en las existencias de todos los personajes, se dejan vencer por la ilusión.
En mi casa materna las cosas parecían más naturales, excepto por la vulnerabilidad del Niño Dios, el encargado de llevar nuestros regalos. Cada año a mí me carcomía el pendiente de pensar cómo un bebé andaba a la intemperie con tanto frío.
El asunto de los regalos entregados por el niño Dios se explicaba de forma sencilla: A él le llevaron tantos que no hubo registro posible para anotarlos todos –solo alcanzó para el incienso, el oro y la mirra-; justo esos sin registro eran los que se repartían en diciembre. Ocasionalmente pensé en un dejo de vanidad por su parte, al preferir solo los presentes distinguidos presentes y darla al mundo el resto; por diversas razones acabé siempre desechando esa idea.
Santa me ve, eso es un hecho.
Más sobre esta sección Más en Coahuila