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La dignidad y los derechos humanos

Por Xavier Díez de Urdanivia

Hace 2 años

La dignidad, “novedosa” protagonista en el discurso público, proviene del término “digno”, que tiene por significado general, en los diccionarios y etimológicamente, el de pertenencia a una cierta categoría, por merecimientos propios, hereditarios o a causa del cargo, oficio o función que se desempeña.

El lexicón de la RAE recoge, como acepciones del término “digno”, las siguientes: “merecedor de algo”; “correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo”; “que tiene dignidad o se comporta con ella”; “propio de la persona digna”; “dicho de una cosa: que puede aceptarse o usarse sin desdoro” (como el ‘salario digno’ o la ‘vivienda digna’); y “de calidad aceptable (como “una novela muy digna”, por ejemplo).

Si se pierde de vista ese significado, es inminente el riesgo de ver vaciarse de sentido esa palabra con el curso de los años, hasta convertirse en una “palabra comodín” o “palabra gozne”, útil para rellenar huecos conceptuales y espacios ayunos de sentido en los argumentos y discursos, sobre todo en los de carácter político.

En este tiempo de definiciones, en el que eso está ocurriendo, conviene partir de plataformas semánticas firmes, sólidas y claras, porque de otra manera la comunicación será imposible y todo intento de acción colectiva, lejos de resultar positivo, contribuirá a la confusión y acercará progresivamente al caos.

Por eso creo que importa recordar que, históricamente, fue un adjetivo que solo se generalizó para calificar a todos los seres humanos cuando, desde la perspectiva cristiana, se echaron abajo las barreras culturales que servían de base para la distinción entre ellos, y se estableció el principio de igualdad esencial por el solo hecho de ser humanos, independientemente de toda otra diferencia que pudiera deberse a la etnia, origen, género, etc.

Varios siglos después, surgió la corriente filosófica conocida como “escolástica”, que hace una síntesis entre la doctrina cristiana y la filosofía aristotélica, y entre otras cosas propone la existencia de un derecho natural, inmutable porque es el sello impreso en la naturaleza humana de la voluntad divina, a la que debe plegarse toda norma que los seres humanos emitan, al grado de no considerarla, en rigor, como derecho.

Al atravesar la historia por el “siglo de la ilustración”, el surgimiento del positivismo científico motivó el desplazamiento filosófico hacia la propuesta de la razón como fuente normativa, haciendo descansar en ella, ya no en la revelación, los fundamentos de lo que entonces comenzó a llamarse, expansivamente, “derechos del hombre”.

Con el resurgimiento de las múltiples reivindicaciones de los derechos fundamentales, que se relanzaron tras la Segunda Guerra Mundial, la búsqueda de un fundamento teórico-filosófico para los así llamados “derechos humanos” fue a dar con la “dignidad” como propósito, motor y fin, con tanto éxito que penetró todos los campos de la actividad humana, incluidas la política y la economía.

Todo eso está muy bien, porque reivindica el valor humanístico de esas actividades, pero lo malo ese que, entre otras cosas, por la indefinición conceptual de esa plataforma teórico-filosófica, la perdida de contenido es palmaria cuando se revisan las tesis y doctrinas que pretenden justificar sus acciones en ninguna otra cosa que la panacea que proponen: los derechos humanos, y estos, en una dignidad humana cuyo sentido suele presentarse de manera obtusa.

Si se agudizara ese proceso, el germen de autodestrucción de esa inexcusable base del orden jurídico y la certidumbre que aporta el respeto efectivo a los derechos fundamentales, estaría cerca, pues la falsificación y la mentira acabarían por inutilizar los derechos fundamentales y los afanes progresivos y expansivos sin coto que se enderezan contra los gobiernos –aunque, a la manera marxista se haga referencia al “estado”– dejarán en la nada el acceso al orden y al buen Gobierno, necesidades fundamentales también, abriendo la puerta al caos o, peor, al endurecimiento del poder y a la dictadura.

Hay que tomar en serio estas cuestiones y no echarlas en saco roto; todos, no solo los supuestamente “iniciados”.

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