La gran pregunta en este arranque del segundo año de Gobierno de Claudia Sheinbaum es si manda ella o manda él.
Aunque ha intentado marcar distancia de su antecesor con un giro de 180 grados en la estrategia de seguridad en la que el Ejército y la Marina han recuperado protagonismo operativo, la sombra de Andrés Manuel López Obrador sigue presente. El dilema de fondo no es sólo político, sino simbólico: ¿cuándo se convierte una heredera en mandataria plena?
En su discurso del domingo pasado en el Zócalo, la Presidenta pareció responder a esa pregunta con una reverencia. Se desvivió en elogios hacia quien llamó “un hombre honesto y profundamente comprometido con su pueblo”. Dijo que el camino actual del país, enfocado en la justicia social y la garantía de derechos, “es también la herencia del presidente Andrés Manuel López Obrador”.
Luego añadió: “Fue, es y será siempre un ejemplo de honradez, de austeridad y de profundo amor al pueblo de México”. En otras palabras: los escándalos de corrupción y ostentación que siguen golpeado a figuras cercanísimas al expresidente, serían ajenos a él.
La Presidenta reconoció que ha habido intentos por separarla de AMLO y “acabar con el movimiento de transformación”, pero aseguró que eso no ocurrirá porque ambos comparten valores como la honestidad, la justicia y el amor al pueblo. Reafirmó así su adhesión al proyecto del llamado Humanismo Mexicano, que el propio López Obrador definió como “la doctrina moral de la Cuarta Transformación”.
El problema es que esa lealtad inquebrantable alimenta la duda. En un país donde se suele decir que nunca se han sentado dos en la silla presidencial, el reto de Sheinbaum es histórico: lograr gobernar sin romper con quien aún mueve las riendas del partido-movimiento que la llevó al poder.
Y lo hace desde una posición privilegiada. Con niveles de aprobación superiores al 65 por ciento, Sheinbaum es hoy más popular que Morena. Por eso el partido busca capitalizar su figura en las elecciones intermedias. Bajo el argumento de la austeridad, los diputados morenistas impulsan una reforma electoral que unificaría las elecciones legislativas, las de 17 gubernaturas y la del Poder Judicial con la revocación de mandato presidencial.
La Constitución establece que la revocación de mandato debe realizarse en octubre de 2027, pero si se adelanta a junio, Sheinbaum aparecería en la boleta justo cuando Morena enfrenta desgaste por los múltiples casos de corrupción y su creciente colusión con el crimen organizado, que incluso ha sido portada del “New York Times”.
En Palacio Nacional saben que la Presidenta es su mejor activo político. Pero su mayor unA —la popularidad— puede ser también su límite si sigue subordinada a la narrativa de su mentor.
Así, mientras Sheinbaum intenta consolidarse como la mandataria de la estabilidad y la continuidad, su segundo año arranca con la misma pregunta que marcó el primero: ¿manda ella o manda él?
Apostilla:
La austeridad nos ha salido carísima. Fue el pretexto para la reforma judicial, a pesar de que el presupuesto de 2026 destina un 17 por ciento más al Poder Judicial. Ahora, la misma bandera sirve para justificar una revocación de mandato que, según la Constitución, debe nacer de la ciudadanía, no del partido en el poder. En nombre de la austeridad, Morena intentará volver a movilizar al “pueblo bueno y sabio”, aunque éste nunca la haya pedido y a pesar del costo extra que significará tener elecciones presidenciales cada tres años, una disfrazada de revocación de mandato.
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