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Coahuila

Contagiando sentimientos y emociones

Por Irene Spigno

Hace 1 mes

Vivimos en tiempos sumamente violentos. Las guerras no cesan, la delincuencia domina numerosos —demasiados— escenarios, y día tras día recibimos abundante información sobre eventos profundamente dramáticos: feminicidios y homicidios, en muchos de los que las víctimas son niñas y niños. La lista es extensa, casi infinita.

Recibimos estas noticias, que nos impactan durante unos minutos. En algunos casos, nos indignan. A veces, intentamos comprender qué es lo que le está sucediendo a la humanidad. Buscamos presuntos responsables y culpables. Y luego, continuamos con nuestras vidas.

Vivimos en tiempos sumamente violentos en los que hemos normalizado la violencia cotidiana. Normalizar la violencia equivale, de cierta manera, a ser cómplices de ella. Es fácil desentendernos, argumentando que en las historias de terror que escuchamos a diario, no tenemos ninguna responsabilidad directa y que no nos corresponde actuar, dado que existen autoridades que, en teoría, deberían intervenir, pero no lo hacen efectivamente. Nos inclinamos a culpar a las “personas malas” del mundo, pensando que, en algunos casos, tenemos el derecho de impartir justicia según nuestras propias reglas.

Podríamos considerar la violencia como una de las enfermedades más graves de la sociedad contemporánea, y existe un virus altamente contagioso que la desencadena: el odio. Este se puede propagar de diversas maneras, siendo el miedo, la frustración, la ignorancia, la injusticia y la preocupación algunos de sus principales vectores. En muchos casos, el odio surge como la respuesta (errónea) a un problema (real). Hay situaciones (internas o externas) que afectan gravemente a ciertas personas o a un sector de la población y, ante la incapacidad de encontrar soluciones reales y efectivas, surge el odio.

El odio actúa como un cáncer para los seres humanos. No es posible solucionar el problema de la violencia que experimentamos recurriendo a más violencia. No debemos actuar de manera irresponsable; en vez de eso, deberíamos esforzarnos por cambiar esa realidad que hemos normalizado y que, al mismo tiempo, nos disgusta. En lugar de ello, muchas veces atacamos a los demás, ya sea con palabras o acciones. Lamentablemente, todos somos culpables de esto, a menudo sin siquiera darnos cuenta.

Contagiamos odio, por ejemplo, al juzgar a otras personas, criticando su apariencia física, sus decisiones de vida o sus sueños, pensando que no merecen respeto y comprensión, aunque nos enoje recibir el mismo trato. También propagamos el odio cuando hablamos mal de alguien basándonos en lo que creemos saber, algún rumor o chisme, sin tener la responsabilidad de verificar la veracidad de esa información. Además, propagamos odio al ofender e insultar a alguien en redes sociales porque no estamos de acuerdo con algo que dijo o con sus opciones y preferencias de vida.

Ciertamente, todos tenemos el derecho de expresar libremente nuestras opiniones, pero surge la pregunta: ¿por qué necesitamos ser agresivos y ofensivos para expresarlas? ¿Por qué nos interesa tanto la vida de los demás, especialmente de personas que ni siquiera conocemos? ¿Por qué sus decisiones nos afectan tanto? ¿Por qué creemos tener el derecho de juzgarlas como si nos sintiéramos superiores? Puede haber muchas respuestas a estas preguntas, pero lo que yo percibo es que juzgar a los demás, más allá de difundir odio, en realidad no dice nada malo sobre ellos, sino sobre nosotros mismos, quienes emitimos esos juicios.

“El envidioso inventa el rumor, el chismoso lo difunde, y el tonto se lo cree”.

¿Qué tal si, en lugar de esparcir odio y violencia, comenzáramos a propagar amor? Esto no implica dejar de exigir justicia y respeto tanto para nosotros mismos como seres humanos como para nuestros derechos. Tampoco significa aceptar todo sin establecer límites o permitir que se nos falte al respeto. Significa que, mediante el esfuerzo individual, es posible edificar una cultura diferente, basada en el respeto, la tolerancia y la responsabilidad. El amor también se puede contagiar, simplemente con cambiar nuestras palabras y el tono en el que expresamos nuestras discrepancias. Quizás de esta manera, sí es factible construir un mundo mejor.

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